¿Cómo debe relacionarse un cristiano con la cultura?

Un escritor en una publicación de psicología considero qué es lo que diferencia a los seres humanos de las bestias. Luego de descartar varias posibilidades como el uso de herramientas, el lenguaje, la capacidad para pensar el autor llegó a la conclusión de que los seres humanos parecen ser las únicas criaturas que se preocupan por aquello que las hace diferentes de las demás. 

A primera vista, el rasgo sobresaliente de la humanidad es la cultura, pero no todos están de acuerdo. Algunos dicen que los animales tienen culturas: el Chimpancé “cosecha” termitas con con una “herramienta”, la rama de un árbol que arranca con sus manos; las termitas cultivan hongos para el consumo; los pájaros crean determinados nidos según la especie. Pero estas prácticas por muy encantadoras como parecen ser, son tan sencillas y en gran parte se producen por instinto. 

En cambio, no se pueden comparar con los logros de la humanidad, porque sus prácticas (de los animales) no han cambiado ni han mejorado a lo largo del tiempo. Los animales no tienen arte, ni tecnología, institutos científicos ni archivos históricos, filosóficos ni médicos. Aparentemente, la cultura es una marca distintiva de los seres humanos. 

Sin embargo, surge la pregunta ¿Es necesariamente la cultura buena o mala? ¿Cuál es la respuesta? desde un punto de vista bíblico. 

Primero, entendiendo que es parte exclusiva de la humanidad. Debe ser comprendida que es dada por Dios, ya que el hombre ha sido creado a su “imagen” y “semejanza” (Génesis 1:26-28). En segundo lugar, está el mandato que tienen los seres humanos de vivir según una cultura, que junto con otros aspectos de la ley de Dios, está escrito en el corazón de cada persona (Romanos 2:14-16). 

No obstante, el ser humano ha sido creado para ejercer la mayordomía responsablemente con la Creación en cualquier parte del mundo (Génesis 1: 26-30). Y debe vivir en armonía con su cultura, siempre que ella no tenga prácticas que vayan en contra de los mandamientos dados en las Escrituras. 

Por razones, como esa, Abraham tuvo que apartarse de las practicas de Mesopotamía como la idolatría, la poligamia, etc. Y ser más semejante a la cultura absoluta que Dios desea que vivamos, es decir, Su Voluntad. 

Entonces, la pregunta clave no es si debe participar en la cultura, sino cómo debe hacerlo. Ningún ser humano puede ser indiferente a la cultura. Jesús mismo vivió dentro de una cultura “la judía” participó de ella, pero la resistió cuando la voluntad del Padre se vió comprometida. 

Como cristianos, no debemos mirar a nuestros semejantes con menosprecio simplemente porque vivimos en una aparente mejor cultura. Tal pensamiento no refleja la actitud de Cristo (Filipenses 2:1-8), él vivió en una cultura judía cálida, amante de la Voluntad de Dios; aunque había otras mejores civilizaciones para aquel entonces. 

Esto puede hacernos pensar en lo siguiente: ¿Es importante que una cultura sea mejor que otra? Puede que en realidad no lo sea, aunque nosotros justifiquemos que sí. Toda cultura tiene sus ventajas como desventajas, por ejemplo: los países más desarrollados son aquellos donde el cristianismo fue precursor del avance, queramos o no admitirlo, pero junto con la tecnología sus habitantes se vuelven fríos con el paso del tiempo. Mientras que aquellos no desarrollados, sus habitantes son más entregados a la solidaridad y la empatía.  

Debemos aprender a convivir unos con otros y amar a nuestro semejante, eso incluye no ofender su cultura, recuerde el segundo y más grande mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22: 39).  

Pero sobre todo, los cristianos debemos tener en claro, que somos extranjeros y peregrinos en este mundo (1 de Pedro 2:11) y aunque que nazcamos dentro de una cultura por herencia, nuestra “cultura” deseada debe ser la del cielo, ya que al nacer de nuevo en el Bautismo somos miembros de esa ciudadanía.

“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.” (Filipenses 3:20-21).